Llevaba un buen rato escuchando el sonido
del carro moverse, al paso, por un camino que tenía demasiados altibajos.
Hubiera abierto los ojos pero, algo me decía que de hacerlo, las nauseas harían
acto de presencia. Seguí durante bastante tiempo con los ojos cerrados. Parecía
que otro carro nos precediese, el viento movía el aire trayendo olores de pino
y cedro. Aquel frescor parecía ayudar a que me recuperase. Escuché aullidos de
una manada de lobos en la lejanía, pequeños roedores huyendo a nuestro paso de
la vereda del camino y alguna rapaz que no llegué a identificar muy arriba en
el cielo. Sentí la presencia de dos o tres personas más junto a mí, sentados en
el carro y la presión del cuero sobre mis muñecas: alguien se había tomado la
molestia de atarme, como si tuviera la intención o el cuerpo para salir
huyendo. Cuando el dolor en la nuca se hizo soportable, abrí los ojos
lentamente preguntándome dónde me encontraba.
Al momento todo vino a mi memoria y no
pude contener una mueca de maldición. Levanté la vista al cielo justo en el
momento que una bandada de pájaros se alejaba. Mis esperanzas parecían
marcharse con ellos.
El nord que tenía frente a mí empezó a
hablarme con tono amable. Parecía que la mala suerte se hubiese aliado conmigo
pues, según me contó, la mayor parte de los que iban en los carros eran capas
de la tormenta, a los que fuerzas
imperiales habían apresado en una emboscada. No estaba nada tranquilo el
personaje que había sentado a su lado, un ladrón que pretendía robar un caballo
y que había elegido el lugar y el momento equivocado para hacerlo. Había otra
persona junto a nosotros, sentado a mi lado, atado y amordazado. Sus vestimentas
eran de factura noble y sospeché que podría tratarse de algún cabecilla que
liderase al grupo que había sido apresado. El sudor frío recorrió por primera
vez aquella mañana mi espalda cuando el nord sentado frente a mi pronunció su
nombre: «Ulfric Capa de la Tormenta». Estaba sentado a un palmo del líder de la
rebelión contra el Imperio, a un palmo del jefe de jefes, del rey de Skyrim. Y
lo habían capturado. La cosa no podía pintar peor. Al conocer la identidad del
personaje amordazado, el ladrón entró en pánico, lo cual en aquella situación
era algo comprensible. Yo no era capaz de asimilar los acontecimientos ni las
prontas consecuencias que les suponía. En mi cabeza se repetía algo que el
ladrón ponía voz de manera histérica: «Esto no puede estar pasando».
Estaba pasando.
Al torcer en una curva pudimos ver una
fortificación bien vigilada por fuerzas imperiales. Supuse que era Helgen.
Volvía a maldecir con una mueca al sentirme tan cerca y tan lejos de lo que
había venido a hacer a aquellos lares. Abrieron la puerta y cerca de la misma
pudimos ver al general Tulio, gobernador militar del imperio en Skyrim. Estaba
acompañado de varios thalmor. Algunos elfos buscamos la convivencia pacífica
con los demás habitantes de Tamriel, los thalmor no son ese tipo de elfos, y su
presencia junto al general era más que sospechosa.
Los carros pararon, nos hicieron bajar y
alinearnos en dos filas. A unos metros, un verdugo aguardaba. Comenzaron a
pasar revista a cada fila. En la nuestra Ulfric, Ralof, el nord compañero de viaje
al que me hubiese gustado conocer en otras circunstancias. Era de ese tipo de
gente que nada más verla, sabes que puede convertirse en amigo. El ladrón, cuyo
nombre era Lokir estaba desesperado, gritaba proclamando su no pertenencia a
los capas de la tormenta y en su último gesto de supervivencia y desesperación,
comenzó a correr hacia la puerta de la fortificación. A la orden de un capitán,
los arqueros pusieron fin a su carrera y a su existencia. Tras aquel episodio,
era mi turno, di un paso al frente, como se me ordenó, y me presenté. Me sentía
cansado y dolorido, vestía con unos harapos y no tenía un solo documento que me
acreditase como miembro de la Sociedad Geográfica, así que no traté de dar
ninguna explicación, sencillamente dije: «Atris, mi nombre es Atris, El
Errante». Lo apuntó en el cuaderno un nord vestido con el uniforme de soldado
imperial que, mirando al teniente, preguntó qué hacer conmigo. Al parecer no
les cuadraba mi presencia dentro de todo aquello, pero el capitán, de sexo femenino,
tras lanzarme una mirada despectiva, dio órdenes de que se me ajusticiara como
al resto de prisioneros: «órdenes del comandante», dijo.
El soldado con el cuaderno trato de
reconfortarme asegurándome que mis restos se enviarían a Bosque Vallen, patria
de mi estirpe. No era el momento para dar explicaciones acerca de mis orígenes,
así que me mantuve en silencio, agradeciendo con un gesto de cabeza sus
palabras.
Mientras seguía al capitán hacia las
filas de ejecución un pensamiento, ridículo en aquellas circunstancias, comenzó
a rondar en mi cabeza: «Por qué Ulfric, el líder de los capas de la tormenta,
era el único prisionero amordazado de los allí presentes?».
El gobernador Tulio se había acercado
hasta el lugar, ni rastro había de los thalmor. Se encaró a Ulfric, espetándole
que, aunque por aquellos lares algunos le consideraban un héroe, no era propio
de ellos usar un poder como la voz para matar al rey y usurpar el trono… No
tenía ni idea de qué era lo que significaban aquellas palabras. ¿Matar con la
voz? ¿Matar a un rey?. Parecía que una parte crucial de todo aquello me era
absolutamente ajena. El gobernador siguió echando en cara a voz en grito otras
tantas cosas a Ulfric.
Un sonido lo interrumpió, un sonido que
rasgo el aire, un sonido que parecía provenir del cielo, del mismo cielo, no de
un lugar en concreto. Todos miramos hacia arriba, pero nadie supo dar con su
procedencia. Tras la sorpresa inicial el capitán ordenó empezar las
ejecuciones, Una sacerdotisa, junto al verdugo comenzó una salmodia para
encomendar nuestras almas a los dioses, pero un instante después de empezar fue
interrumpida por un blasfemo capa de la tormenta de cabello rojizo que rogó que
se callará, que se dejara de tanta cháchara mientras se adelantaba frente al
verdugo, ofreciéndose para ser ejecutado sin más preámbulos, si con ello
cerraba la boca a la sacerdotisa. Incluso en aquellas circunstancias, se
permitió el último lujo de espetarle al capitán: «Venga, que no tengo toda la
mañana». Aquellos nords, o aquellos capas de la tormenta no eran gente de
medias tintas, ni siquiera en el último suspiro de sus vidas. El capitán lo
arrodilló frente al tocón, el verdugo levantó el hacha y la cabeza fue separada
al instante después del tronco. Tras unos segundos de silencio hubo un choque
de blasfemias, maldiciones y juramentos entre los capas de la tormenta y algunos
de los soldados imperiales. Miré hacia Ralof, que en ese momento dedicaba unas
palabras a su amigo. Los gritos se fueron diluyendo y el capitán dio la orden
de ajusticiar al siguiente prisionero: El elfo del bosque.
Otra vez el cielo gimió, un lamento o un
grito que parecía proceder de nuevo de todo el firmamento hizo que volviésemos
a levantar nuestras cabezas. El capitán llamó al orden y me volvieron a instar
a adelantarme para que el verdugo me presentara a su novia. Hice lo que se me
ordenó, y me arrodillé. Me acordé de la familia y de los amigos, de las islas,
de momentos buenos y momentos malos en mi vida. Todo parecía transcurrir muy
lento. Reposé la cabeza en la piedra, mojada con la sangre del primer
ejecutado. Y vi al verdugo dar un paso al frente y alzar el arma. También vi a
una criatura gigantesca y bestial aparecer sobre unos riscos cercanos,
aproximarse volando hasta nuestra posición y aterrizar sobre la torre que había
tras el verdugo. El caos ya se había apoderado de todos los allí presentes. El estruendo
de aquella bestia posándose sobre la torre, desequilibró al verdugo, y un
instante más tarde, tras un bramido de espanto, estalló sobre nosotros una
tormenta de roca y fuego.
Sabía lo que acababa de ver, pero no
podía dar crédito a mis ojos. Hacía siglos que no se veía uno.
La voz de Ralof me hizo reaccionar. Alcé
la mirada y le vi, y tras el, aquel torreón. El miedo, y con el mi instinto de
supervivencia, volvieron de repente, dándome fuerzas para levantarme y emprender
carrera hacia el torreón siguiendo a Ralof. Entramos y alguien cerró las
puertas. En el suelo, varios capas de la tormenta mal heridos y junto a la
puerta Ulfric, con gesto serio y oscuro. Ya no estaba atado ni amordazado, su figura
era imponente. Ralof se dirigió a su jarl, preguntando si eran ciertas las
leyendas, a lo que el jefe de jefes espetó: «Las leyendas no queman aldeas».
Aunque apenas audible en ese momento,
entre los gritos de los soldados, las rocas cayendo, el rugido de aquella
bestia y los gemidos de los heridos, aquella frase se grabó en mi cabeza a
hierro. Ulfric dio órdenes de subir hasta las almenas de la torre. Empezamos a
subir pero hube de para en seco cuando la pared que había a no más de seis
pasos de donde me encontraba estalló, llevándose consigo a un pobre capa de la
tormenta. Del agujero en la pared, apareció la cabeza de la bestia. Sentí cómo
aquel ser tomaba aire de forma rápida y profunda y, tras ello, el fuego y un
profundo dolor de cabeza por el aumento instantáneo del calor. Si hubiese
estado dos escalones arriba, no estaría contando esto. La cabeza desapareció y
se escucharon unas gigantescas alas alejarse. Seguimos subiendo hasta donde
pudimos, ya que la pared derrumbada impedía llegar a las almenas, me asomé al
hueco y Ralof conmigo. Me señaló una construcción pegada a la torre. Gritó que
saltara, que ellos me seguirían. La bestia seguían en el aire y por un momento
me quede bloqueado. Me sacó de ese estado el grito de Ralof, insistiendo en que
saltara, y así lo hice. Cuando me di cuenta que seguía atado de manos era
demasiado tarde, la caída fue más dura de lo esperado, si lograba sobrevivir de
esta, al día siguiente tendría un cardenal inmenso en hombros cadera y nalgas.
Me levanté como pude y seguí corriendo, dentro de una sala sin techo. No veía
escaleras, así que volví a saltar por el hueco que quedaba entre varias tablas
del suelo al piso inferior. Esta vez con más cuidado y más suerte que la vez
anterior. Estaba cerca de la puerta principal de la fortificación si mi memoria
no me fallaba, así que salí corriendo de los cuarteles en dirección a ella. Un
niño estaba petrificado en medio del camino, mirando al cielo. Sentí lástima
por el, pero no tenía intención de pararme. No la tenía pero lo hice. Una
figura alada y enorme descendió del cielo y aterrizó delante de mis narices,
así que volví sobre mis pasos lo más rápido que me fue posible. Una voz grave
gritaba mientras tanto al niño que se apartase, reaccionó y tuvo el tiempo
justo para resguardarse antes de que la bestia hiciera arder la posición donde
segundos antes se encontraba. El nord que había apuntado nuestros nombres hacía
unos momentos que parecían tan lejanos acababa de salvar la vida al chiquillo.
Dio órdenes a un hombre para que se quedara a cargo del muchacho y me miró: «No
te alejes mucho de mí si quieres seguir con vida». No tenía intención ninguna
de desobedecer, así que nos pusimos en marcha.
Nunca había visto a nadie carbonizado,
hasta ese día. Había varios magos lanzando proyectiles ígneos, y arqueros que
hacían lo propio en tierra y almenas, pero también había heridos y muertos.
Parecíamos dirigirnos hacia la torre de homenaje de la fortificación. Cuando
llegamos al patio de la misma volví a divisar a Ralof. Esta vez iba armado con
un hacha de mano. Mi guía y el cruzaron unas palabras ásperas, pero en ningún
momento adiviné intención de enfrentamiento entre ellos. De alguna manera
acordaron que mi guía quedaría ayudando a los suyos y Ralof se adelantó hasta
la misma puerta de la torre, instándome a seguirle. Todo sucedía muy rápido. La
bestia embestía desde el aire, tomando soldados con sus garras y soltándolos al
vació una vez remontaba el vuelo. Volvió a tomar tierra y me quedé mirando cómo
deacapitaba a dentelladas a todo soldado que se acercara demasiado. Ralof, por
enésima vez, me insto a que me metiese dentro de la torre. Solo le hice caso el
momento que aquel ser remontó el vuelo. A un par de pasos de la puerta sentí
algo bajar del cielo justo a mi espalda. Me giré y allí estaba de nuevo la
criatura. No recuerdo bien cómo logramos abrir la puerta y entrar dentro de la
torre, pero lo hicimos. Mi corazón latía desenfrenadamente, un gran dolor me
recorría todo el costado derecho, el sudor perlaba mi frente y el miedo se
había apoderado de mis entrañas. Pero estábamos vivos…
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