sábado, 5 de julio de 2014

Diario de Atris, El Errante. Capítulo I – Entrada IV: El camino al nuevo hogar.




Atravesé el puente. Al otro lado había un poste indicando la dirección de varias localidades, supuse, no muy lejanas. A mi izquierda comenzaba una senda que tenía que ser el sendero que me habían indicado a Las Cataratas Lúgubres. A mi derecha el camino seguía hacia Carrera Blanca, con las montañas a mi izquierda y el río a mi derecha. Continué andando, recolectando de nuevo flores y plantas. El paisaje era exuberante, lleno de vida, incluso desde el mismo camino. Algo salió del río, a unos cien pasos de donde estaba. Un alce, un macho adulto. Acababa de darse un refrescante baño, cosa que empezaba a notar que debía de hacer yo también, y no se había percatado de mi presencia. Caminaba tranquilamente por el camino, hacia mi posición. Saqué el arco mientras me pegaba a las rocas. Me dio tiempo a tensar y esperar que apareciese de nuevo en mi campo de visión, a no más de quince pasos. La flecha voló rápidamente, impactando en su cuerpo. Giró y comenzó a correr, alejándose, la herida no era grave, pero le iría debilitando. Volvió de nuevo al río de donde le había visto aparecer un momento antes. Mientras el animal lo cruzaba, no tuve más que acercarme hasta estar de nuevo en una posición ventajosa para el disparo. Volví a tensar el arco cuando el alce salía del río. Disparé una vez, hiriéndolo de muerte; disparé una segunda vez, fallando en aquella ocasión. El tercer disparo acabó con el. Crucé el río para llegar hasta mi pieza. No era muy profundo, pero el curso era rápido ya que, no muy lejos, había unas cataratas. Extremé las precauciones y, mojado, despellejé y corte varias piezas de carne. Lo que no cenara hoy se podría conservar en salazón.

Volví de nuevo a cruzar el río para continuar mi camino. El terreno en la parte izquierda, la que daba a la montaña, estaba repleto de rincones en los que cualquier alimaña o bandido se podría esconder. Añadí una dosis más de cautela a mis pasos tras percatarme de ello. Una pequeña lengua bajaba del monte hasta dar a parar al camino y algo dentro de mí me hizo sacar de nuevo el arco y aproximarme a ella de manera sigilosa. Tuve suerte por partida doble: Había un lobo gris subiendo hacia el monte, dándome la espalda. En aquella ocasión tan solo tuve que usar una flecha para darle muerte. Las pieles podrían servirme para construir y mejorar armas y armaduras, para venderlas o para hacerme una capa o ropas de abrigo. Las pieles eran útiles y no podía desaprovechar la oportunidad de adquirirlas. Durante un rato caminé con el arco en la mano, por si encontraba más piezas, de la naturaleza que fuesen, que tuvieran a bien donar sus pieles a la causa de un bosmer, pero no tuve ya tanta suerte. La montaña de mi izquierda terminaba, dando a un amplio valle. Entre los altos pinos pude distinguir algunas granjas y otras construcciones menores. En medio del valle, fortificada, se divisaba Carrera Blanca. A sus pies, transcurría un pequeño riachuelo de aguas claras y varios caminos se veían aproximarse a ella desde diferentes direcciones.

Dejé a un lado el camino y fui bajando hasta las granjas cercanas por la falda de la montaña. algunas gallinas tranquilas y un par de lugareños que se apresuraban a cargar unos sacos de patatas y coles fue mi recibimiento en el valle. Olía a tierra mojada, se avecinaba tormenta, pero también había otro olor intenso en el aire. Un olor a almizcle, no muy lejos de donde me encontraba. Seguí mi olfato, extrañado. No reconocía el olor. No tuve que andar mucho para localizarlo, aunque, para ser más correctos, él me localizo a mí. Apareció detrás mía. Supongo que llevaba oculto tras una casa un tiempo y que al acercarme salió de su escondite. Era lo único que explicaría no haber visto anteriormente al gigante, que se acercaba demasiado a mi posición, blandiendo el gigantesco fémur de algún animal a modo de maza. Me eché hacia atrás en el momento preciso. Aquel enorme hueso solo me rozó, y viendo el éxito de mi estrategia, seguí alejándome siempre con el gigante a mi frente. Escuche en mi corta retirada el sonido del metal desenvainando y voces. Un guerrero, por su voz supe que se trataba de una mujer, se abalanzaban sobre el gigante, que se encaró hacia ella, olvidándose por completo de mi existencia. Los movimientos de aquel ser, que doblaba mi tamaño holgadamente, eran lentos; Los de la guerrera rápidos, certeros y coordinados. Comprendí, sorprendido, que el gigante estaba sentenciado, solo era cuestión de tiempo. Tome mi arco y comencé a dispararle, sin tener muy claro a quién estaba ayudando realmente. Vi como otras flechas alcanzaban al gigante desde una posición contraria a la mía y, al poco apareció un guerrero con un mandoble que remató lo que la mujer había empezado. Todo acabó muy rápido. Aquella gente se había encarado contra un gigante con temeridad y decisión casi enfermizas. Quizá por ello vencieron de manera tan clara. Envainaron las armas y miraron en mi dirección. Yo me acerqué con paso tranquilo, al igual que el arquero que disparaba desde la otra posición. Se presentó. Su nombre era Aela, una cazadora de cabello rojizo y aspecto fiero, que adornaba su cara con pinturas de guerra y que alternaba piezas de armadura ligera y pesada en su indumentaria. El metal parecía de una calidad excelente. «Creo que podrías ser un buen hermano de escudo» me dijo. Mi cara indico que no tenía ni idea de lo que me estaba hablando. «¿No eres de aquí, eh? ¿No has oído hablar de Los Compañeros»? También mi cara respondió aquella vez. Los Compañeros, según me indicó Aela, era una orden de guerreros. Aparecían allí donde se les llamaba si la paga era buena. «Mercenarios», pensé, pero me guardé de decirlo en voz alta. Pregunté, más por cortesía que por interés, si había alguna manera de unirse a ellos. Me explicó que no dependía de ella tal decisión, que si realmente estaba interesado, tendría que hablar con un tal Kodlak melena blanca. Parecía que aquel personaje tenía un don para saber, tan solo mirando a los ojos, si alguien tenía o no aptitudes para convertirse en un hermano de escudo. Le indique a Aela que lo pensaría. «Si vas a verle, buena suerte» me espetó, mientras se daba la vuelta y ponía rumbo, junto a sus hermanos, hacia Carrera Blanca. «Allá va una mujer mordaz con la palabra y el arco», pensé.

Recuperé del cuerpo del gigante varias flechas que aún se podían usar de nuevo y bajé hasta el camino. No se en qué momento había comenzado a llover. Sabía que la casa de la Sociedad Geográfica estaba a las afueras, muy cerca de una granja, pasado un puente junto al cual había una destilería. Reconocí el puente a lo lejos y puse rumbo hacia allí. Por el camino, me cruce con varios soldados de ronda y, a pesar de la lluvia, continué parándome a recoger hierbas y flores. Bajo el puente pude encontrar un espécimen de raíz de nirn. No conocía realmente sus propiedades pero sabía que era muy valorada por alquimistas. Tenía pensado aprovechar mi estancia en el norte para estudiar herboristería y alquimia en los ratos en los que pudiese. Hay que tener al menos una afición que nos sirva para calmar la mente en los momentos en que no logramos conciliar el sueño. Yo tenía pensado estudiar, aprender, leer. Me acordé de los libros que llevaba en el hatillo. Comprobé que la lluvia no les hubiese dañado y, aunque más tranquilo al ver que no había de qué preocuparse, aceleré la marcha para evitar disgustos innecesarios.

Me encontré a otro guardia, al que pregunté. Por las indicaciones que fui capaz de darle, me señaló, a no más de cuatrocientos pasos, la única construcción cercana al río de la zona. El resto, las granjas, molinos, casetas y chozas se encontraban en la otra parte del camino, a los pies del promontorio donde estaba situada Carrera Blanca. Thornrock la llamaban. Me pareció curioso que tuviese nombre. «Thornrock», repetí. Ya se divisaba desde donde estábamos, de tejados altos y marcado estilo autóctono. Era grande, y parecía tener junto a ella unos establos o un cobertizo. Agradecí al guardia su amabilidad e indicaciones y di los últimos pasos que me separaban del que sería mi nuevo hogar.

Atravesé el pequeño camino, iluminado por brasas dispuestas cada seis o siete pasos, que conectaba con el camino principal. Su estado exterior era perfecto y su aspecto soberbio. No presté mucha atención a los detalles, estaba nervioso de felicidad. La alegría me embargaba como a un chiquillo. Me senté en una de las piedras que marcaban el camino de entrada, me descalce y retiré el falso vendaje, recuperando la única pertenencia que me quedaba de mi pasado: la llave que abriría la puerta de mi nuevo hogar. La cerradura respondió como esperaba y, un instante después, estaba dentro de Thornrock

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