Era el mejor regalo que jamás había
recibido: Según se abría la puerta, uno encontraba la sala principal, donde
un par de columnas se encargan de sostener y elevar el centro de la misma, la parte más alta de la construcción que en su punto más elevado, llegaba a las cuatro alturas. En la
pared de la izquierda barriles de diferentes tamaños, diseñado cada uno para
albergar diferentes tipos de armas (de una mano, de dos, cetros y bastones…),
En la pared de la derecha un gigantesco armario para organizar piezas de armadura
de diferentes clases. Había en este lado, pegada a la esquina, una escalera con
la que se subía hasta una trampilla. La trampilla era la puerta de un pequeño
ático, con multitud de estanterías repletas de libros, perfectamente
clasificados por temas. A ambos lados de la sala principal se encontraba la
entrada a sendas alas del edificio y, al fondo, otra habitación.
Flanqueando la habitación del fondo, en la misma sala principal, una mesa de
encantamiento a la izquierda y , junto a ella, expositores para anillos, diademas,
collares y cofres expresamente fabricados para contener gemas de alma. En el
otro flanco, una mesa de alquimia rodeada de estanterías con frascos para
ingredientes, pociones y venenos.
El ala de la izquierda era un taller y
albergaba una pequeña fragua, con su propio horno de fundición, una piedra de
afilar, un soporte para curtir pieles y un pequeño rincón para cortar y
almacenar leña, así como numerosas estanterías para mantener organizado cualquier
tipo de material. El ala de la derecha era más amplia, con seis maniquíes para
armaduras a la diestra de la sala y, junto al más cercano, un gran mapa de
Skyrim, con bastantes puntos de interés marcados. A la izquierda, en la misma sala,
un expositor de dos alturas para armas y escudos que ocupaba toda la pared, al
fondo de la sala, multitud de expositores para disponer, supuse, objetos
curiosos recogidos durante las aventuras y expediciones de quienes allí se
alojasen. En su esquina más apartada, al fondo a la izquierda, había una
trampilla en el suelo, que daba a un sótano donde había instalado un sistema
mecánico de entrenamiento de arco o ballesta; una serie de dianas móviles que
giraban y se ocultaban mediante piezas de metal.
La habitación del fondo disponía,
a mano izquierda, de estanterías para pergaminos, varios cofres, una mesa de
estudio y una cama. Sobre la mesa de estudio encontré lo que andaba buscando:
los papeles que me acreditaban como miembro de la Sociedad Geográfica, así como
normas de uso y mantenimiento de la casa. Respiré tranquilo, sabiendo que había
una cosa menos de la que preocuparse. A la derecha, en esa misma habitación, había
una pequeña despensa y un botellero; entre ellos, una discreta cocina con un
perol colgado sobre el fuego, que en ese momento, permanecía apagado. Oculta entre
dos paneles divisores, había otra cama y una pequeña mesita. Estuve tentado de
echarme y no volver a abrir los ojos hasta que mi cuerpo se hartase de cama,
pero aún quedaban cosas que hacer antes de terminar la jornada. Encontré en un
cofre toallas, jabón de lavanda y ropa limpia para ponerme bajo la armadura. La
parte trasera de la casa daba al río, al que se bajaba por unas escaleras desde
el porche. Dejé la toalla y las ropas sobre una silla. Seguía lloviendo, pero
con menos intensidad. Me sumergí en aquellas aguas frías que se llevaron parte
de mi cansancio, toda la mugre de varios días no especialmente
plácidos y la sangre seca de heridas recientes. Ninguna grave, por suerte.
Mi aspecto era decente, estaba limpio y hasta perfumado, aunque la pechera de la armadura tachonada no podía decir lo
mismo. No tenía tiempo para adecentarla, así que, tras dejar todo cuanto no me
era necesario en Thornrock y doblar un par de documentos que me acreditaban
como miembro de la Sociedad Geográfica, mis pies se dirigieron a Carrera Blanca.
La lluvia seguía cayendo cuando salí de mi nueva casa; me percaté que frente a ella veía la colina
sobre la cual estaba edificado el palacio del Jarl. Ya era tarde y estaba
oscuro cuando entré por las puertas de la ciudad, tras haber informado a los
guardias que traía noticias del dragón (ya lo habían visto sobrevolar por la
zona) y una petición de ayuda de Cauce Boscoso.
Apenas me fijé en el lugar, ni
en la plaza, ni en el edificio con forma de nave invertida, ni en la estatua de
Thalos o el charlatán que sermoneaba al aire junto a ella. Subí las escaleras
hasta el palacio del Jarl, siguiendo las indicaciones que me había dado uno de
los guardias de la puerta. Empujé aquellas puertas, por las que podía haber
pasado sin problema alguno el gigante que ayude a abatir, junto a Los
Compañeros. Me parecía que hacía una eternidad de ello, cuando en realidad había
sucedido hacía menos de medio día. Y aún no había visto las lunas sobre el firmamento
desde que salté por el boquete de una torre con las manos atadas. Los últimos acontecimientos habían sucedido a
un ritmo trepidante. Decidí que me merecía un buen descanso cuando volviese a
casa.
La sala central era inmensa. Subí unas escaleras y al fondo vi a un hombre
sentado de mala manera en el trono. A su lado varios guardias y otros personajes junto a el, hablando
de algo que mi distancia no me permitía escuchar. Me fui acercando por la sala
que daba al trono, en cuyo centro se encontraba un gran brasero construido en piedra, sobre el que ardían unas ascuas. El brasero mediría unos dos pasos
de ancho por cinco de longitud. Sentí el calor de las brasas sobre mi cara y mi
costado. Era una sensación placentera; no me acordaba de haber visto un fuego de aquellas dimensiones dentro de un
edificio. En esas estaban mis pensamientos cuando, al apartar la mirada de las
brasas, me encontré a un palmo de la cara de una dunmer, pertrechada de
armadura de cuero, espada desenvainada cuyo filo apuntaba a mi garganta y cara
de pocos amigos. De las diferentes ramas que forman el árbol de la familia de
mi especie, los dunmer son… más bien son raíces, no ramas, y tienen la peor
fama de entre todos los elfos.
No alcancé a escuchar sus primeras
palabras, pero si comprendí el concepto: O tenía una buena razón para acercarme
al Jarl o esa noche cenaría acero. Explique mi procedencia de Cauce Boscoso y
que Gerdur me enviaba para pedir la ayuda de Carrera Blanca. Su espada dejo de
apuntar a mi garganta, bajando a una posición menos amenazadora. Me pidió más
información. Parecía que la palabra «dragón» servía como salvoconducto. Era
mencionarla y todo el mundo se olvidaba de mi punible intromisión o de mi
presunta peligrosidad y comenzaba a interesarse por lo que pudiese decir.
La dunmer me
miró asombrada, me dio permiso para acercarme al Jarl y, dando media vuelta
hacia el trono, como escoltando mis pasos, envainó su espada. Repasé mentalmente las normas de etiqueta adecuadas para presentarme,
pues estaba a punto de hablar con el Jarl de Carrera Blanca, una de las personas más poderosas de todo Skyrim; el jarl me miró e ignoró cualquier protocolo.
Sin un saludo siquiera, me preguntó si había estado en Helgen y si había visto
al drágon. No se andaba por las ramas, eso me gustaba. Supuse que querría escuchar
una respuesta clara y concisa, y eso es lo que le di: «El dragón destruyó
Helgen, Cuando lo vi por última vez volaba hacia aquí.». Su cara y su voz
reflejaron honda preocupación. Parecía que ya habían estado discutiendo el tema
previamente a mi llegada y volvieron a conversar entre ellos: El Jarl, Provenzo
(su consejero) e Irileth (nuestra amiga dunmer, guardia personal del Jarl).
A Provenzo no le parecía muy buena idea reforzar la muralla de
Carrera Blanca ni enviar una guarnición a Cauce Boscoso. Irileth insistía en
este segundo punto (lo cual me alegró), pero Provenzo explicó que algún Jarl cercano podría tomarl estas medidas como un acto de anexión a la
causa de Ulfric y comenzar una guerra indeseada entre vecinos. El Jarl puso fin a la
discusión sentenciando de manera vehemente que cualquier preocupación diferente
a la de un dragón asolando su fortaleza y masacrando a su pueblo no tenía
cabida en ese momento. Tras ello, dio instrucciones a Irileth para que enviase
un destacamento a Cauce Boscoso. A Provenzo no le hizo mucha gracia escuchar la
decisión de su Jarl y, con cierto tono que de haber sido yo Jarl no le hubiese
consentido, se disculpó y pidió permiso para retirarse. El Jarl hizo un gesto
como quien espanta sin ganas una mosca y Provenzo con cara agria marchó.
Con un tono más relajado, el jarl me agradeció haber llevado la información y me recompensó con una pieza de
armadura como la que llevaba, pero limpia y sin estrenar. Se lo agradecí con
una sonrisa amable (tenía pensado poner un gesto de respeto y sobriedad, pero
el cansancio me lo impedía. Lo máximo que podía hacer era sonreir de manera
amable. El Jarl pareció intuir mi estado, y en vez de mirarme con soberbia o
desprecio, pareció divertirle. Sopesando unos segundos un pensamiento, me
indicó que le acompañase a ver a Fárengar el mago de su corte. Se levantó del
trono y yo fui siguiendole hasta unas sala colindante donde se encontraba un
personaje con túnica oscura y encapuchado, revisando varios pergaminos. El jarl
le dijo al mago que había encontrado a alguien (un servidor) que podría
ayudarle con el «proyecto del dragón» y que me contase todos los detalles.
Fárengar estaba
buscando un objeto, una tablilla antigua de piedra que parecía estar en el
interior de un túmulo «conocido como Las Cataratas Lúgubres». Estuve al punto de
echarme a reír, pero me contuve y puse cara de estar sopesando sus palabras. El gesto me llevó al acto: era una coincidencia
notable pero, no terminaba de ver el vínculo entre la tablilla de piedra y los
dragones, así que tal cual se lo pregunté a Fárengar, el mago tomó la pregunta
de muy buen grado, yo diría que hasta contento de que alguien se la formulase,
y me explicó que dicha tablilla, se suponía, contenía un mapa de lugares de
enterramiento de dragones. Los datos eran razonables pero, ¿quién le había
facilitado cierta información?. A dicha pregunta, Fárengar contesto
excusándose, indicándome que debía comprender que su fuente se merecía
discreción. Acepté su respuesta. El jarl había presenciado la conversación,
intercambió unas palabras con Fárengar. Al parecer ambos estaban contentos de
que se me encomendase a mi la misión de recuperar la tablilla. El jarl me
prometió que, si tenía éxito, sería recompensado. Agradecí su gesto, les
indique que me tomaría uno o dos días para descansar y prepararme para la
misión y me despedí de ellos tan cortésmente como mi cansancio me permitía.
Salí del
palació. La noche había caído y la lluvía no había cesado. Bajé por la escalinata
que antes había subido, pase por la misma plaza, con un gran árbol seco en medio, recorrí
el mismo camino que había hecho para hablar con el jarl, de manera inversa. En
la puerta principal me encontré a Irileth dando órdenes a varios soldados para
que se dirigiesen a Cauce Boscoso. Nuestras miradas se cruzaron, pero ninguno
de los dos dijo nada. Salí por las puertas de la ciudad y recorrí el camino de
vuelta a casa a medio correr, cruzándome en un par de ocasiones con varias
patrullas que me miraron extrañados. Las últimas fuerzas que me quedaban aquel
día quería invertirlas en llegar lo antes posible a mi nueva casa. Mientras volvía a casa me di cuenta que no me había acordado de comentar que era miembro de la Sociedad Geográfica. Puede que lo hiciese mañana, puede que cuando regresara de la misión. Lo que era seguro es que no volvería hoy.
Llegué, cerré la
puerta, la atranqué sin pensar realmente que fuera necesario, pero lo hice y me fui
desnudando, dejando botas, armadura y resto de ropas como migas de pan hasta la
cama que había tras el bastidor, junto a la cocina. Mi último pensamiento antes
de cerrar los ojos fue que aquel había sido el día más largo e intenso de mi
existencia y que posiblemente la noche estaría poblada de pesadillas. Por
suerte dormí profundamente, arropado por una manta de lino verde, fina y suave
y el olor de las flores que me había parado a recoger en varias
ocasiones aquel día.
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