domingo, 13 de julio de 2014

Diario de Atris, el Errante. Capítulo I – Entrada V: La casa, el Jarl, la coincidencia y el cansancio.




Era el mejor regalo que jamás había recibido: Según se abría la puerta, uno encontraba la sala principal, donde un par de columnas se encargan de sostener y elevar el centro de la misma, la parte más alta de la construcción que en su punto más elevado, llegaba a las cuatro alturas. En la pared de la izquierda barriles de diferentes tamaños, diseñado cada uno para albergar diferentes tipos de armas (de una mano, de dos, cetros y bastones…), En la pared de la derecha un gigantesco armario para organizar piezas de armadura de diferentes clases. Había en este lado, pegada a la esquina, una escalera con la que se subía hasta una trampilla. La trampilla era la puerta de un pequeño ático, con multitud de estanterías repletas de libros, perfectamente clasificados por temas. A ambos lados de la sala principal se encontraba la entrada a sendas alas del edificio y, al fondo, otra habitación. Flanqueando la habitación del fondo, en la misma sala principal, una mesa de encantamiento a la izquierda y , junto a ella, expositores para anillos, diademas, collares y cofres expresamente fabricados para contener gemas de alma. En el otro flanco, una mesa de alquimia rodeada de estanterías con frascos para ingredientes, pociones y venenos.
El ala de la izquierda era un taller y albergaba una pequeña fragua, con su propio horno de fundición, una piedra de afilar, un soporte para curtir pieles y un pequeño rincón para cortar y almacenar leña, así como numerosas estanterías para mantener organizado cualquier tipo de material. El ala de la derecha era más amplia, con seis maniquíes para armaduras a la diestra de la sala y, junto al más cercano, un gran mapa de Skyrim, con bastantes puntos de interés marcados. A la izquierda, en la misma sala, un expositor de dos alturas para armas y escudos que ocupaba toda la pared, al fondo de la sala, multitud de expositores para disponer, supuse, objetos curiosos recogidos durante las aventuras y expediciones de quienes allí se alojasen. En su esquina más apartada, al fondo a la izquierda, había una trampilla en el suelo, que daba a un sótano donde había instalado un sistema mecánico de entrenamiento de arco o ballesta; una serie de dianas móviles que giraban y se ocultaban mediante piezas de metal. 
La habitación del fondo disponía, a mano izquierda, de estanterías para pergaminos, varios cofres, una mesa de estudio y una cama. Sobre la mesa de estudio encontré lo que andaba buscando: los papeles que me acreditaban como miembro de la Sociedad Geográfica, así como normas de uso y mantenimiento de la casa. Respiré tranquilo, sabiendo que había una cosa menos de la que preocuparse. A la derecha, en esa misma habitación, había una pequeña despensa y un botellero; entre ellos, una discreta cocina con un perol colgado sobre el fuego, que en ese momento, permanecía apagado. Oculta entre dos paneles divisores, había otra cama y una pequeña mesita. Estuve tentado de echarme y no volver a abrir los ojos hasta que mi cuerpo se hartase de cama, pero aún quedaban cosas que hacer antes de terminar la jornada. Encontré en un cofre toallas, jabón de lavanda y ropa limpia para ponerme bajo la armadura. La parte trasera de la casa daba al río, al que se bajaba por unas escaleras desde el porche. Dejé la toalla y las ropas sobre una silla. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Me sumergí en aquellas aguas frías que se llevaron parte de mi cansancio, toda la mugre de varios días no especialmente plácidos y la sangre seca de heridas recientes. Ninguna grave, por suerte.

Mi aspecto era decente, estaba limpio y hasta perfumado, aunque la pechera de la armadura tachonada no podía decir lo mismo. No tenía tiempo para adecentarla, así que, tras dejar todo cuanto no me era necesario en Thornrock y doblar un par de documentos que me acreditaban como miembro de la Sociedad Geográfica, mis pies se dirigieron a Carrera Blanca. La lluvia seguía cayendo cuando salí de mi nueva casa; me percaté que frente a ella veía la colina sobre la cual estaba edificado el palacio del Jarl. Ya era tarde y estaba oscuro cuando entré por las puertas de la ciudad, tras haber informado a los guardias que traía noticias del dragón (ya lo habían visto sobrevolar por la zona) y una petición de ayuda de Cauce Boscoso. 
Apenas me fijé en el lugar, ni en la plaza, ni en el edificio con forma de nave invertida, ni en la estatua de Thalos o el charlatán que sermoneaba al aire junto a ella. Subí las escaleras hasta el palacio del Jarl, siguiendo las indicaciones que me había dado uno de los guardias de la puerta. Empujé aquellas puertas, por las que podía haber pasado sin problema alguno el gigante que ayude a abatir, junto a Los Compañeros. Me parecía que hacía una eternidad de ello, cuando en realidad había sucedido hacía menos de medio día. Y aún no había visto las lunas sobre el firmamento desde que salté por el boquete de una torre con las manos atadas. Los últimos acontecimientos habían sucedido a un ritmo trepidante. Decidí que me merecía un buen descanso cuando volviese a casa. 

La sala central era inmensa. Subí unas escaleras y al fondo vi a un hombre sentado de mala manera en el trono. A su lado varios guardias y otros personajes junto a el, hablando de algo que mi distancia no me permitía escuchar. Me fui acercando por la sala que daba al trono, en cuyo centro se encontraba un gran brasero construido en piedra, sobre el que ardían unas ascuas. El brasero mediría unos dos pasos de ancho por cinco de longitud. Sentí el calor de las brasas sobre mi cara y mi costado. Era una sensación placentera; no me acordaba de haber visto un fuego de aquellas dimensiones dentro de un edificio. En esas estaban mis pensamientos cuando, al apartar la mirada de las brasas, me encontré a un palmo de la cara de una dunmer, pertrechada de armadura de cuero, espada desenvainada cuyo filo apuntaba a mi garganta y cara de pocos amigos. De las diferentes ramas que forman el árbol de la familia de mi especie, los dunmer son… más bien son raíces, no ramas, y tienen la peor fama de entre todos los elfos.
No alcancé a escuchar sus primeras palabras, pero si comprendí el concepto: O tenía una buena razón para acercarme al Jarl o esa noche cenaría acero. Explique mi procedencia de Cauce Boscoso y que Gerdur me enviaba para pedir la ayuda de Carrera Blanca. Su espada dejo de apuntar a mi garganta, bajando a una posición menos amenazadora. Me pidió más información. Parecía que la palabra «dragón» servía como salvoconducto. Era mencionarla y todo el mundo se olvidaba de mi punible intromisión o de mi presunta peligrosidad y comenzaba a interesarse por lo que pudiese decir.
La dunmer me miró asombrada, me dio permiso para acercarme al Jarl y, dando media vuelta hacia el trono, como escoltando mis pasos, envainó su espada. Repasé mentalmente las normas de etiqueta adecuadas para presentarme, pues estaba a punto de hablar con el Jarl de Carrera Blanca, una de las personas más poderosas de todo Skyrim; el jarl me miró e ignoró cualquier protocolo. Sin un saludo siquiera, me preguntó si había estado en Helgen y si había visto al drágon. No se andaba por las ramas, eso me gustaba. Supuse que querría escuchar una respuesta clara y concisa, y eso es lo que le di: «El dragón destruyó Helgen, Cuando lo vi por última vez volaba hacia aquí.». Su cara y su voz reflejaron honda preocupación. Parecía que ya habían estado discutiendo el tema previamente a mi llegada y volvieron a conversar entre ellos: El Jarl, Provenzo (su consejero) e Irileth (nuestra amiga dunmer, guardia personal del Jarl). A Provenzo no le parecía muy buena idea reforzar la muralla de Carrera Blanca ni enviar una guarnición a Cauce Boscoso. Irileth insistía en este segundo punto (lo cual me alegró), pero Provenzo explicó que algún Jarl cercano podría tomarl estas medidas como un acto de anexión a la causa de Ulfric y comenzar una guerra indeseada entre vecinos. El Jarl puso fin a la discusión sentenciando de manera vehemente que cualquier preocupación diferente a la de un dragón asolando su fortaleza y masacrando a su pueblo no tenía cabida en ese momento. Tras ello, dio instrucciones a Irileth para que enviase un destacamento a Cauce Boscoso. A Provenzo no le hizo mucha gracia escuchar la decisión de su Jarl y, con cierto tono que de haber sido yo Jarl no le hubiese consentido, se disculpó y pidió permiso para retirarse. El Jarl hizo un gesto como quien espanta sin ganas una mosca y Provenzo con cara agria marchó. 
Con un tono más relajado, el jarl me agradeció haber llevado la información y me recompensó con una pieza de armadura como la que llevaba, pero limpia y sin estrenar. Se lo agradecí con una sonrisa amable (tenía pensado poner un gesto de respeto y sobriedad, pero el cansancio me lo impedía. Lo máximo que podía hacer era sonreir de manera amable. El Jarl pareció intuir mi estado, y en vez de mirarme con soberbia o desprecio, pareció divertirle. Sopesando unos segundos un pensamiento, me indicó que le acompañase a ver a Fárengar el mago de su corte. Se levantó del trono y yo fui siguiendole hasta unas sala colindante donde se encontraba un personaje con túnica oscura y encapuchado, revisando varios pergaminos. El jarl le dijo al mago que había encontrado a alguien (un servidor) que podría ayudarle con el «proyecto del dragón» y que me contase todos los detalles.
Fárengar estaba buscando un objeto, una tablilla antigua de piedra que parecía estar en el interior de un túmulo «conocido como Las Cataratas Lúgubres». Estuve al punto de echarme a reír, pero me contuve y puse cara de estar sopesando sus palabras. El gesto me llevó al acto: era una coincidencia notable pero, no terminaba de ver el vínculo entre la tablilla de piedra y los dragones, así que tal cual se lo pregunté a Fárengar, el mago tomó la pregunta de muy buen grado, yo diría que hasta contento de que alguien se la formulase, y me explicó que dicha tablilla, se suponía, contenía un mapa de lugares de enterramiento de dragones. Los datos eran razonables pero, ¿quién le había facilitado cierta información?. A dicha pregunta, Fárengar contesto excusándose, indicándome que debía comprender que su fuente se merecía discreción. Acepté su respuesta. El jarl había presenciado la conversación, intercambió unas palabras con Fárengar. Al parecer ambos estaban contentos de que se me encomendase a mi la misión de recuperar la tablilla. El jarl me prometió que, si tenía éxito, sería recompensado. Agradecí su gesto, les indique que me tomaría uno o dos días para descansar y prepararme para la misión y me despedí de ellos tan cortésmente como mi cansancio me permitía.

Salí del palació. La noche había caído y la lluvía no había cesado. Bajé por la escalinata que antes había subido, pase por la misma plaza, con un  gran árbol seco en medio, recorrí el mismo camino que había hecho para hablar con el jarl, de manera inversa. En la puerta principal me encontré a Irileth dando órdenes a varios soldados para que se dirigiesen a Cauce Boscoso. Nuestras miradas se cruzaron, pero ninguno de los dos dijo nada. Salí por las puertas de la ciudad y recorrí el camino de vuelta a casa a medio correr, cruzándome en un par de ocasiones con varias patrullas que me miraron extrañados. Las últimas fuerzas que me quedaban aquel día quería invertirlas en llegar lo antes posible a mi nueva casa. Mientras volvía a casa me di cuenta que no me había acordado de comentar que era miembro de la Sociedad Geográfica. Puede que lo hiciese mañana, puede que cuando regresara de la misión. Lo que era seguro es que no volvería hoy.


Llegué, cerré la puerta, la atranqué sin pensar realmente que fuera necesario, pero lo hice y me fui desnudando, dejando botas, armadura y resto de ropas como migas de pan hasta la cama que había tras el bastidor, junto a la cocina. Mi último pensamiento antes de cerrar los ojos fue que aquel había sido el día más largo e intenso de mi existencia y que posiblemente la noche estaría poblada de pesadillas. Por suerte dormí profundamente, arropado por una manta de lino verde, fina y suave y el olor de las flores que me había parado a recoger en varias ocasiones aquel día.



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